De:
Rafael Céspedes Morillo
Atardecer…
Las nubes parecían danzar. Era fácil creer que habían ensayado, pues sus movimientos eran armoniosos, lentos, casi al compás de una música que no se escuchaba. Eran grises y semejantes, pero pocas y notablemente inquietas. El azul del cielo las hacía destacar, y las ramas de los verdes árboles parecían aplaudir sus silenciosos movimientos. No eran desconocidas; eran las mismas nubes de siempre, aunque esta vez con una gracia especial, como si cambiaran de vestido cada tarde, dejándose llevar por la brisa.
Lucrecia, extasiada por el espectáculo, sonreía, inmersa en el disfrute, ajena a cualquier otra cosa. Ni siquiera escuchó cuando Heroína, su abuela, a quien todos llamaban Niní, la llamaba con insistencia. —¡Lucrecia, Lucrecia! ¿Dónde estás? ¡Ven, hay que recoger la ropa antes de que llueva! Cuando finalmente escuchó el llamado, Lucrecia volvió a la realidad y pensó para sus adentros: “La abuela está pasada, ni siquiera está nublado.” Sin darse cuenta, murmuró esta última frase mientras llegaba junto a Niní, quien la oyó y replicó: —Los muchachos de ahora no entienden… pero escúchame a mí: mis rodillas nunca me han mentido, y el aguacero que viene será grande, ya verás. Es que siempre es tan fuerte como el dolor en mis rodillas. La obediente nieta asintió y se dispuso a realizar la tarea, aunque seguía convencida de que no había condiciones para la lluvia. Sin embargo, no podía negarse y, aparentando buena voluntad, salió a recoger la ropa tendida en el alambre que bordeaba la casa. A medida que lo hacía, comenzó a sentir las primeras gotas de lluvia. Asombrada, pero sonriendo, se dijo a sí misma: “¿Cómo es que estos viejos saben cuándo lloverá antes de que el cielo se nuble?” Y se apresuró a completar la tarea antes de que la lluvia la empapara a ella y a las ropas. Las gallinas empezaban a subir a la mata de higüero que les servía de dormitorio. Algunas se cobijaban en los aleros de la casa, esperando su turno, como si respetaran un orden jerárquico. El gallo, al llegar, echó un vistazo y voló a su rama preferida. Una de sus compañeras, ya instalada, se corrió unos centímetros para hacerle sitio y evitar algún picotazo. Así se manejaba el gallinero de Cundo y Niní: había orden y jerarquía, como en la casa, donde Cundo mandaba y Niní obedecía. Ella cuidaba de su marido y de la casa, y juntos habían criado a nueve hijos, todos ya lejos, en la ciudad. Solo les quedaba esa nieta que ahora los acompañaba y les ayudaba en las labores diarias.
—Lucrecia, ve al camino y mira a ver si Cundo ya viene. Pasan de las seis, y él nunca llega tan tarde. Aunque Lucrecia obedeció, en su corazón sabía que su abuelo estaba en camino. Lo mismo ocurría todos los días, y así fue: a lo lejos, divisó la figura diminuta que parecía crecer aunque lo que pasaba es que el abuelo venia acercándose.
—Sí, abuela, ya viene el abuelo.
—Pues ve a la cocina y atiza el fogón para calentarle la comida. En unos minutos iré yo.
Cundo llegó como siempre, guardó sus herramientas, tomó un jarrito y, con agua de la tinaja, se lavó la cara y las manos. Al terminar, miró a su alrededor y preguntó:
—¿Y dónde está Boca Negra, que no vino a recibirme? ¡Ese perro tan fiel, qué raro!
—Abuelo, desde esta mañana está en el alero de la cocina, ni ha comido. Parece que está enfermo. Su cara de alegría ha desaparecido y ahora se le ve triste, como si llevara una pesada carga en sus hombros.
Cundo se acercó al perro, quien lo miró con ojos húmedos y apenas levantó la cabeza. Al comprender que su fiel amigo estaba muy mal, le preparó un purgante y, con esfuerzo, logró que se lo tomara. Luego lo cubrió con un viejo saco y se marchó con el corazón apesadumbrado. Niní vino a avisarle que la cena estaba lista, y los tres se sentaron a la mesa. La escena, la misma cada día, parecía una estampa congelada en el tiempo: los mismos lugares, los mismos platos y los mismos jarritos con agua de lluvia, recogida en grandes recipientes bajo el alero.
—Mañana no iré temprano al conuco. Seguramente Boca Negra habrá muerto, y debo darle entierro. No puedo permitir que otros animales se lo coman. Merece un buen entierro.
—Pero lo vi bebiendo el purgante que le diste. Quizá se recupere —respondió Niní.
—No creo. Lo vi muy mal. Creo que hemos perdido a Boca Negra.
Al día siguiente, como siempre, un rayo de sol entró sin permiso en la habitación y Cundo murmuró: “Aquí está este, alumbrando y molestando para invitarnos a trabajar.”
—Niní, ve y cuela el café. Hoy tengo una siembra importante. Los compadres van al conuco y haremos un convite para sembrar yuca.
Cuando Cundo salió del rancho, lo primero que hizo fue buscar a su perro. Boca Negra, al verlo, este comenzó a mover la cola con entusiasmo. Cundo sonrió y se lanzó al suelo a acariciarlo. Su amigo había vomitado algo oscuro y profuso durante la noche, pero ahora parecía estar mejor. Aliviado, le dio un poco de agua y comida.
—Qué bueno, Boca Negra, que te quedaste conmigo —le dijo, mientras el perro se acomodaba para descansar.
Cundo se sentó a la mesa y tomó su café, preparado como a él le gustaba.
—¡Mujer, este café está medio amargo! Ponle más azúcar.
Luego de un par de sorbos, añadió: —Ahora está muy dulce. Ponme un poco más de café.
Niní sonrió y le siguió el juego sin decir nada, mientras Lucrecia reía en silencio, sabiendo también el truco de su abuelo para seguir tomando café.
—Me voy al conuco —anunció Cundo—. Hoy somos siete, así que trae comida abundante.
Niní asintió, y Cundo, después de lanzarle un último vistazo a Boca Negra, partió hacia el conuco, el lugar que le daba vida. Niní lo miró alejarse, como si fuera la última vez. No importaba si llovía o hacía sol, siempre lo miraba con nostalgia.
—Un día como ayer, igual que mañana, si no fuera por el convite… —murmuró la abuela.
—Abuela, ¿qué es un convite? —preguntó Lucrecia.
—Un convite?… es como deberían ser los pueblos —respondió Niní, mientras ambas se dirigían a la cocina—. Ven, vamos a cocinar, y te lo explicaré.
FIN